EL PASEO
Me pides que te cuente qué siento cuando, en mis paseos, mojo los pies en el mar frío de octubre.
Me gustaría hacerte llegar las sensaciones tal y como yo las siento, pero al escribir todo cambia y pierde vida sin mi permiso.
Te cuento, querida, que lo primero que siento, cuando pienso en ir al mar, es una inmensa pereza. Pereza que me ancla en el sofá y me canta las excelencias de quedarme en casa dedicada, en cuerpo y alma, al privilegio del dolce far niente.
Al fin, tras una tremenda lucha que incluso dura el corto trayecto de coche hasta la playa, llego al mar y me doy cuenta del lujo que supone disfrutar de un paisaje así al lado de casa.
Me quito los playeros, subo mis ligeros pantalones de mercadillo hasta las rodillas y dejo que la primera ola me congele los pies. Después de esa primera sensación, el agua se vuelve tibia y envolvente, acaricia suavemente y no deja milímetro de mis pies sin tocar.
El paseo es casi siempre el mismo y dura, más o menos, hora y media. Los primeros treinta minutos me centro en mí misma, me hago un repaso, disfruto de encontrarme bien o me regodeo en mi desgracia.
Pero hay un momento, un segundo que yo no controlo, en que desaparezco. Es el momento en que sólo soy pies y agua, cuando el mar me rapta y me obliga a olvidarme. Es, a partir de entonces, cuando me siento libre, cuando sé que formo parte de la arena, cuando me diluyo en el agua fría, cuando me hago sal y ola y brisa. Y yo no existo, y tú tampoco, y el mundo real no es mi mundo y sólo soy agua que acaricia la arena.
Y después, despierto y, entonces, me despido del mar y saludo a Marcela, a mi fiel Marcela.
Me gustaría hacerte llegar las sensaciones tal y como yo las siento, pero al escribir todo cambia y pierde vida sin mi permiso.
Te cuento, querida, que lo primero que siento, cuando pienso en ir al mar, es una inmensa pereza. Pereza que me ancla en el sofá y me canta las excelencias de quedarme en casa dedicada, en cuerpo y alma, al privilegio del dolce far niente.
Al fin, tras una tremenda lucha que incluso dura el corto trayecto de coche hasta la playa, llego al mar y me doy cuenta del lujo que supone disfrutar de un paisaje así al lado de casa.
Me quito los playeros, subo mis ligeros pantalones de mercadillo hasta las rodillas y dejo que la primera ola me congele los pies. Después de esa primera sensación, el agua se vuelve tibia y envolvente, acaricia suavemente y no deja milímetro de mis pies sin tocar.
El paseo es casi siempre el mismo y dura, más o menos, hora y media. Los primeros treinta minutos me centro en mí misma, me hago un repaso, disfruto de encontrarme bien o me regodeo en mi desgracia.
Pero hay un momento, un segundo que yo no controlo, en que desaparezco. Es el momento en que sólo soy pies y agua, cuando el mar me rapta y me obliga a olvidarme. Es, a partir de entonces, cuando me siento libre, cuando sé que formo parte de la arena, cuando me diluyo en el agua fría, cuando me hago sal y ola y brisa. Y yo no existo, y tú tampoco, y el mundo real no es mi mundo y sólo soy agua que acaricia la arena.
Y después, despierto y, entonces, me despido del mar y saludo a Marcela, a mi fiel Marcela.